El Imperio Inca y los sacrificios humanos
( Publicado en Revista Creces, Junio 2002 )

Durante el Imperio Inca, que llegó a extenderse desde ecuador hasta el valle central de Chile y parte de Argentina, eran frecuentes los sacrificios humanos, en que se ofrecían niños y diversos donativos, para adorar al dios sol y pedir sus favores.

Un poco de historia

Los incas no dejaron escrituras, pero sí muestras de su impresionante capacidad técnica y artística y huellas de su magnífica organización sociopolítica. Todo esto, junto a los documentos de los conquistadores españoles del siglo XVI, y hasta el estudio del DNA de sus últimas momias, ha ido permitiendo reconstituir su historia. No se sabe de dónde vinieron, ni cómo fueron en un principio, pero lo cierto es que en poco más de 100 años, lograron consolidar un enorme imperio, ubicado a lo largo de la costa del Pacífico, desde el Ecuador al valle central de Chile, abarcando más de 3000 kilómetros de un extremo a otro.

Su centro fue el Cuzco y desde allí, gracias a su organización social y militar, se extendió primero hacia el norte y luego hacia el sur, incluyendo importantes zonas trasandinas del noroeste Argentino (figura 1). Pareciera ser que el imperio no se pudo extender más al sur por encontrarse profusamente poblado por los habitantes mapuches (llamados araucanos por los españoles), raza agresiva, semi nómade, carente de un poder político (salvo en caso de guerra), que no permitió la labor de penetración de los colonos ("mitimaes") traídos de otras provincias del norte del imperio.

La base de su estructura económica fue el desarrollo de la agricultura, conociendo el cultivo del maíz y tubérculos como la papa. También criaban camélidos, como la llama y la alpaca. Dentro de su organización social desarrollaron una especialización del trabajo, en las áreas agrícolas, pecuario-textil, cerámicas y metalúrgicas.

Se organizaban en comunidades, llamadas "ayllu", donde convivían agricultores, pastores, pescadores y artesanos, relacionados por vínculos de parentesco y el trabajo comunitario. Estos ayllus estaban sometidos al dominio imperial, cuyo centro era el Cuzco. Su cabeza era el "Inca", una persona divina. El imperio se articulaba mediante dos mecanismos básicos: la reciprocidad en un nivel económico, sociopolítico y religioso; y la redistribución del excedente económico de los distintos grupos productores al interior del sistema imperial.

En los últimos decenios, gracias al aporte de antropólogos, etnohistoriadores y arqueólogos, se ha ido conociendo la complejidad del Hombre andino. Creían que el Universo había sido creado por una fuerza vital y que se había constituido por la articulación de tres mundos o espacios vitales: "El Mundo de Arriba" donde residían las divinidades mayores, como el sol, la luna, las estrellas y el rayo; "El Mundo de Aquí", donde residían los Hombres, los animales y los espíritus de éstos, y normalmente "El Mundo de Abajo", donde habitaban los muertos y las fuerzas que germinaban la tierra.

Según los incas, los primeros Hombres que poblaron los Andes salieron del Mundo de Abajo, emergiendo desde las oquedades de la tierra: cavernas, montañas volcanes, lagunas y lugares donde brotaba el agua. Estos sitios, perfectamente ubicados en cada ayllu, eran conocidos como "pacarinas", que en quechua, la lengua de los incas, significa surgir, amanecer, luz de aurora.

Cada ayllu (comunidad) tenía y veneraba su propio lugar sagrado, llamado "capacocha", donde residía el espíritu guardián de la comunidad. Este estaba constituido por algunas de las altas montañas y era allí donde los Hombres se conectaban y comunicaban con el Mundo de Abajo y donde también se invocaban las divinidades mayores, como el sol y las estrellas del Mundo de Arriba. Ellas eran protectoras, controladoras del tiempo y proveedoras de agua. Aparte de ello, cada ayllu tenía sus propias divinidades menores.


El sacrificio

La organización social y económica del imperio inca se consolidaba con una religión, que ideológicamente unificaba a todos sus miembros y fortalecía el poder del Inca. En la medida que el imperio crecía territorialmente por anexiones o guerras, el Inca iba imponiendo, sobre las divinidades locales, el culto al Sol, "Inti". El Sol era la deidad imperial y paternal, de la cual el Inca se decía hijo.

En este imperio, el sacrificio humano fue un elemento básico en la política integradora y en su organización socioeconómica. La ceremonia llamada "capacocha", era uno de los ritos más solemnes y participaban en él la mayor cantidad de individuos de todas las regiones. Estaba dedicada al Sol y se desarrollaba sólo en situaciones excepcionales, como por ejemplo, la coronación del nuevo Inca, el nacimiento de un hijo suyo o la celebración de triunfos guerreros o acontecimientos que ponían en peligro la salud del Inca o su poder. Estas celebraciones se hacían también necesarias frente a alteraciones cósmicas, como desastres naturales, terremotos, sequías o revueltas sociales, que obligaban a buscar la protección de las montañas, restableciendo el equilibrio entre la gente y sus dioses. El desarrollo de ellas en las cumbres de las montañas reforzaba la autoridad del emperador y ayudaba a consolidar su imperio. En el idioma quechua, la palabra "capacocha" deriva de "quapac", que significa realeza o poder y "hucha", que significa pecado, culpa o desorden cósmico.

Allí se hacían ofrendas, que consistían en niños de hasta 10 años de edad, junto con figuras antropomorfas y zoomorfas, en oro, plata y conchas marinas, además de textiles y cerámicas especialmente confeccionadas para el ritual. Las ofrendas eran primero trasladadas por los "curacas", jefes locales y sacerdotes, desde su lugar de origen hasta el Cuzco. Era allí donde un miembro de las comunidades incas, entregaba a su hijo al Inca para ser sacrificado al Sol. El soberano le daba a cambio algunos bienes económicos y éste adquiría prestigio social en la comunidad, además de poderes mágicos vitales para continuar la producción y la vida en la tierra. Los niños elegidos eran los varones más hermosos y emblemáticos o niñitas adolescentes.

Para esto debían viajar al Cuzco, la capital, donde el emperador presidía un festival que duraba varios días (capacocha). Al cabo de ellos, se iniciaba un viaje hacia el lugar de la ofrenda, en que oficiales, sacerdotes, los niños y sus familias, viajaban a pie a las provincias, donde debía realizarse el sacrificio, en alguno de los lugares sagrados del imperio, ubicados en el tope de una montaña, que debía estar congelada o cubierta por nieves eternas.

Las ofrendas eran destinadas preferentemente al Sol, como tributo y señal de alianza. En los lugares sagrados en que se inmolaban o sepultaban las ofrendas, el Inca se comunicaba con el Sol y la divinidad le entregaba virtudes mágicas y el poder de dar a su pueblo bienes materiales.

De esta manera, la "capacocha" se convertía en un sistema de control social y cultural en manos del Estado, y además garantizaba la unidad del imperio. Por su parte, la víctima, se convertía en una momia sagrada, quedando dotada de poderes vitales y fecundantes, que chorreaban a sus familiares y protegía a la comunidad.

Se han encontrado por lo menos veinte niños sacrificados, enterrados en las montañas, en varios lugares sagrados, junto a utensilios artísticamente elaborados en plata, oro y conchas marinas. Aparentemente su muerte se llevaba a cabo en la forma menos dolorosa posible. Algunos eran envenenados, otros sofocados, otros con un golpe único en la cabeza, otros eran llevados simplemente a la cumbre, donde previamente drogados, morían de frío.

Durante las últimas décadas se han descubierto dos de estos sitios sagrados, donde llama la atención la similitud de los monumentos funerarios, las posturas de los niños, sus vestimentas y las figuras antropomorfas y zoomorfas encontradas junto a ellos. El primero, se encontró en el año 1954, enterrado bajo las nieves eternas del Cerro el Plomo. El otro, se descubrió en 1999, en la cumbre del volcán Llullaillaco, en el límite entre Argentina y Chile, frente a la ciudad de Antofagasta, a una altura de 6.723 metros. De alguna manera ello demuestra la integridad del imperio, ya que estos dos sitios se encuentran a más de 1.000 kilómetros de distancia el uno del otro. A su vez, el más cercano al Cuzco está a más de 1.000 kilómetros de distancia, ciudad de donde debieron previamente viajar (figura 1).


La momia del Cerro el Plomo

Hace 50 años, un grupo de arrieros chilenos descubrió en una de las cumbres más altas de la Cordillera de los Andes, frente a la ciudad de Santiago, el cuerpo congelado de un niño. La noticia recorrió el mundo. En ese tiempo, la "Momia del Cerro El Plomo", fue el descubrimiento arqueológico realizado a mayor altura (5.400 metros sobre el nivel del mar) y constituyó el inicio del interés de científicos por la arqueología de las cumbres andinas y de los santuarios en altura.

Desde principio del siglo pasado, arrieros y andinistas sabían de la existencia de ruinas en la cumbre del cerro El Plomo, las cuales eran conocidas como "Pircas de Indios". La primera noticia de estas ruinas data de 1896, cuando alpinistas europeos creían ser los primeros en intentar la hazaña de llegar a su cumbre. Su sorpresa debió haber sido grande al encontrarse con las ruinas del santuario Inca, y entre éstas, una lata de sardinas.

En las siguientes décadas, algunos arrieros y andinistas escarbaron parcialmente las ruinas y descubrieron varias figuritas antropomorfas y de camélidos, labradas en oro y plata y raras conchas marinas tropicales, propias de los mares de Ecuador (figura 2).

En el año 1954, Guillermo Chacón y su equipo, llegaron a la cumbre y al escarbar en la base de una de las ruinas; encontraron enterrado el cuerpo de un niño, perfectamente conservado, sentado en posición fetal, con sus brazos enlazados en torno a sus piernas y su cabeza reposada sobre el hombro y brazo derecho. Sus ojos estaban cerrados y parecía que dormía (figura 3).

El cuerpo fue trasladado a Santiago, donde comenzó su estudio. Pertenecía a un niño de sexo masculino de unos ocho años de edad. Sus características raciales eran las andinas y probablemente pertenecía a algunas de las etnias del altiplano, cerca del lago Titicaca, según se deducía de ciertos rasgos físicos y de los adornos de su ajuar.

Su perfecto estado de conservación se debía al hecho de haber estado sepultado en el suelo permanentemente helado, lo que impidió su desecación y descomposición. Al observar cortes histológicos de su piel, se comprobó la integridad de la estructura celular, que se asemejaba a la de alguien que había fallecido recientemente.

Los expertos concluyeron que el niño había llegado vivo a la cumbre y ante la falta de lesiones internas o externas, se supone que murió por congelamiento.

Expediciones posteriores, realizadas por Angel Cabeza, han arrojado más detalles acerca de las ruinas del santuario. Ellos describen dos grupos principales de estructuras de piedra cerca de la cumbre. Al primer grupo lo llamaron "adoratorio" y consistía en una plataforma circular de unos 9 metros de diámetro, por un metro de altura y en su centro tiene una cavidad casi circular de dos metros de diámetro (figura 4). Ya casi en la cumbre y a 5.400 metros de altura se emplazaba un segundo grupo de restos, conocido como "enterratorio", constituido por tres pircas rectangulares de un promedio de 6 metros de largo, 2 de ancho y unos 80 cm. de alto, en cuyo interior fue sepultado el niño sacrificado.


Los niños del Volcán Llullaillaco

Fue en este lugar, ubicado en el noreste de Argentina, en el límite con Chile, donde los arqueólogos Constanza Ceruti (de nacionalidad argentina) y Johan Reinhart, encontraron a una altura de 6.723 metros, los cuerpos de tres hermosos niños incas, que habían sido enterrados vivos y en perfecto estado de conservación. Quinientos años antes habían sido llevados allí para ser sacrificados a los dioses, en un solemne ritual religioso. (New Scientist, Diciembre 8, 2001, pág. 30).

El ascenso al lugar fue dificultoso para los arqueólogos, tanto por la altura, como por el intenso frío y las frecuentes tormentas. Allí encontraron, cerca de la cumbre, dos refugios de piedra. Algo más lejos, pero menos evidente, había un área de 10 x 6 metros, que parecía una plataforma sacrificial. Allí escarbaron y pronto encontraron a 1.5 metros de profundidad, una pequeña cámara, que contenía el cuerpo de un niño pequeño, vestido con una túnica roja brillante, y que estaba sentado en posición fetal, con su cara oculta entre sus rodillas (figura 5).

No lejos de allí encontraron un segundo niño, oculto bajo una gruesa mortaja y que correspondía a una niña adolescente, con un complejo peinado de trenzas, sentada con sus piernas cruzadas y su cabeza inclinada, como si estuviese en un sueño profundo (figura 6). Finalmente encontraron un tercer niño, que correspondía a una niña, cuyo cuerpo, a juzgar por quemaduras superficiales, parecía haber sido alcanzado por un rayo en algún tiempo pasado (figura 7).

Los tres cuerpos fueron bajados y cuidadosamente estudiados. Desde luego llamaba la atención su perfecta conservación. Al mirar sus tejidos al microscopio, se observó una perfecta conservación de sus células, sin que se observaran rupturas de ellas. El examen de rayos X reveló que sus órganos internos estaban perfectamente conservados. También sus cerebros estaban muy bien preservados, como si hubieran fallecido recientemente, y sus pulmones aún estaban inflados con aire. En sus corazones, aún había sangre, lo mismo que en sus vasos sanguíneos.

Ninguno de ellos tenía lesiones traumáticas o heridas. La niña quemada por un rayo, tenía una edad aproximada de seis años y el niño de la cama, siete años. La doncella que estaba vestida con la túnica gruesa, tenía aproximadamente 15 años, a juzgar por su dentadura y sus huesos.

"Todo parece indicar que los niños fueron llevados vivos a la cumbre", dice Ceruti, y probablemente mientras los sacerdotes estaban ocupados en otros quehaceres ceremoniales, éstos lentamente cayeron en inconsciencia y así fueron enterrados en sus tumbas. Todo indica que previamente les administraron narcóticos. El examen de sus cabellos contenía altos niveles de cocaína, lo que significa que la droga se las habían estado administrando por lo menos 10 días antes, ya que éste es el tiempo mínimo que demora esta droga en depositarse en el cabello. Los niveles de cocaína de la doncella fueron particularmente elevados, ya que su pelo tenía más de tres veces más cocaína que lo habitual que se encuentra en los habitantes andinos. Ella incluso tenía trozos de hojas de coca en sus labios.

También encontraron más de cien objetos votivos, que estaban perfectamente preservados. Los objetos antropomorfos estaban vestidos con tejidos de lana y tenían coronas en sus cabezas, adornadas con plumas de pájaros no identificados, además de pequeñas bolsas con pelos, que posiblemente pertenecían a los mismos niños. Según la creencia religiosa, eran importantes estas bolsas con cabellos, para identificarse en el momento de la resurrección (ver recuadro) (figura 6).

Los cuerpos de los niños, estaban adornados con collares hechos de conchas iridiscentes, que para los incas eran muy valiosas y que sólo se encontraban en las aguas del mar ecuatoriano. Por su rareza, para los incas, estos materiales eran más valiosos que el oro. Había también diferentes textiles, con diversas decoraciones, junto a numerosas figuras (llamas) y objetos metálicos, todo lo que sugiere que deben haber sido preparados por un número importante de diferentes orfebres.

También se realizaron estudios del DNA de los cuerpos de los niños y sus resultados sugieren indirectamente que sus padres ofrecían voluntariamente a sus hijos para el sacrificio. En ellos se estudió el DNA mitocondrial, que se sabe se hereda sólo por el lado materno. En estos casos eran lo suficientemente diferentes como para eliminar la posibilidad de que hubiera una madre común. El buen estado de preservación permitió también estudiar el DNA de los cromosomas del núcleo, y sus resultados sugieren que las dos niñitas tenían un padre común, es decir, eran hermanastras.

En fin, estos entierros, confirman la importancia de la religión y sus ritos ofrendales, para la conservación de la estructura del imperio, que luego terminó con la conquista española.



La religión de los Incas


El Sol Inti era la deidad imperial por excelencia entre los incas. Adorado como el Padre, había creado la raza y la dinastía de los Yopa Incas. Su culto, desde entonces, acaparó la atención del incario: Sólo el Corincancha del Cuzco (templo dedicado al Sol en cuyo interior había un tesoro en planchas de oro y plata) tenía más de 4.000 servidores, entre sacerdotes y vírgenes. Se le representaba en un disco de oro con rostro humano y con los rayos orientados en todas las direcciones. Killa, la Luna, deidad de la costa, ocupaba el papel de esposa del Sol.

Viracocha, dios creador, estaba en un nivel superior a Inti. Se le conocía como el primero entre todos y héroe civilizador. Rol similar era atribuido a Parinacota, llevado al Cuzco desde la serrana región Huarochiri: se le consideraba creador de los sistemas de irrigación artificial.

Illapa, dios del rayo y de la lluvia. Pacha Mama, dios de la tierra. Mama Cocha, del agua, y otros cuerpos celestes, cerraban la lista de divinidades cuya celebración era universal. Junto a ellos estaban los dioses locales, las huacas y los fetiches, los cuales eran considerados como espíritus tutelares.

Las huacas eran lugares sagrados cuyas formas variaban desde fabulosos templos a montículos de piedra en el camino. Se les creía habitados por espíritus que había que mantener gratos ofreciéndoles coca, chicha u objetos de valor.

Cada una de las deidades tenía ceremonias especiales. Los cronistas sostienen que algunas duraban semanas. La principal, "raymi", estaba dedicada al Sol y se oficiaba en Julio, durante el solsticio de invierno. Allí también se sacrificaban niños, doncellas o llamas blancas. Se danzaba al son de flautas y les ofrecían chicha, coca y tejidos.

Los incas creían en la existencia de una vida extraterrenal y en una resurrección. Por tal motivo acostumbraban a guardar en pequeñas bolsitas tejidas, llamadas "chuspas", los recortes de pelo y uñas, a fin de no perder tiempo en buscarlas durante ese día. A los muertos se les enterraba en cuevas naturales y sus espíritus se transformaban en tutelares de la familia.

(Osvaldo Silva, en Prehistoria de América. Edit. Universitaria, 1977).




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