Historia de las infecciones y el cáncer
( Publicado en Revista Creces, Diciembre 2002 )

En el año 1880, William Coley observó que, en ocasiones, se producían curas milagrosas de tumores cancerosos, y lo interpreto como respuestas inmunológicas inducidas por infecciones concomitantes. Hoy son numerosos los investigadores que buscan estimular las defensas inmunológicas naturales para combatir el cáncer.

Por siglos el único tratamiento del cáncer fue la cirugía. Cuando William Coley, un cirujano del Memorial Sloan Kattering Cancer Center, de Nueva York, comenzó a ejercer su profesión en el año 1870, ya se conocían los beneficios de la asepsia y además estaba incorporada la técnica de anestesia. Sin embargo, a pesar de estos progresos, los cirujanos tenían menos éxitos que sus predecesores del siglo anterior. A Coley le llamaba la atención este hecho.

El primer paciente de Coley fue una niña de 19 años que padecía de un tumor maligno en su brazo derecho. A pesar que el diagnóstico había sido oportuno y que se amputó ampliamente el brazo, el cáncer volvió y se extendió rápidamente. Poco tiempo después, la joven falleció. Coley comenzó a revisar antiguos libros de medicina relacionados con el cáncer. Descubrió que en el pasado era raro que reapareciera el cáncer operado. Un cirujano que trabajaba en el año 1770, curaba seis de siete pacientes de cáncer. Sin embargo, ya transcurrida la mitad del siglo XIX, un cirujano curaba sólo uno de cuatro.

Coley descubrió algo más. Por cientos de años los médicos habían reportado casos de tumores que desaparecían espontáneamente. Buscando en las fichas de su propio hospital, encontró la información de un paciente que siete años antes había tenido un tumor del cuello que había desaparecido sin explicación. Buscó al paciente y comprobó que aún estaba vivo. Observó que todos estos pacientes que tenían estas "recuperaciones milagrosas" tenían también algo en común. Todos habían sido contaminados por una infección aguda. Podía ser una gripe o un sarampión, o algo más grave, como una malaria, viruela o sífilis, o una erisipela como su paciente en el hospital de Nueva York. En la mayor parte de los casos, cuando la fiebre había cedido, el tumor se había absorbido.

El hecho era que la infección parecía ser la llave de la "cura milagrosa" y también la razón del éxito del cirujano. En aquella época, al operar sin asepsia y sin antibióticos, inevitablemente los pacientes contraían infecciones, ya fuera por los instrumentos sucios, las manos sucias o las ropas contaminadas. Pero en el siglo XVIII ya muchos cirujanos sabían lo suficiente de la importancia de la infección como para ensayar una forma primitiva de "inmunoterapia" en sus pacientes de cáncer. En épocas anteriores, algunos refregaban ropas infectadas de un paciente infectado. Unos pocos iban más lejos como para inyectar dentro de los tumores material de pacientes con malaria o sífilis. Algunas veces ello funcionaba y la infección parecía alcanzar los últimos vestigios del tumor que el cirujano no había alcanzado.

En los tiempos de Coley, los conceptos de higiene y de limpieza eran la orden del día y los cirujanos no estaban dispuestos a comulgar con la idea de infectar deliberadamente a los pacientes. Con todo, por accidente podían infectarse. En el caso del paciente con el tumor del cuello, Coley pudo comprobar el resultado. "No hay ninguna posibilidad de atribuir la cura a ninguna otra causa que no fuera la erisipela", afirmó Coley en la Academia de Medicina de New York en el año 1892. Enseguida argumentó que "si una infección accidental liquidó un tumor, era presumible que la misma erisipela tuviera igual efecto si se introdujera artificialmente en un tumor.

La erisipela es causada por el "Streptococcus pyogenes", una bacteria que produce síntomas dolorosos y desagradables, pero a diferencia de la gangrena, sífilis o tuberculosis, raramente es peligrosa. Coley decidió inocular el primer caso de sarcoma inoperable que se le presentara. En Mayo de 1891, encontró un voluntario. El hombre tenía tumores a ambos lados del cuello y en sus amígdalas, y a pesar de una cirugía reciente habían reaparecido y estaban creciendo rápidamente. Coley inyectó una sopa de Estreptococo, directamente dentro del tumor. Durante el primer mes la inyección fue diaria, pero la distanciaría luego a día por medio en los meses siguientes. El tumor se achicó y el hombre comenzó a sentirse mejor. En el mes de Agosto, Coley suspendió las inyecciones y el tumor comenzó de nuevo a crecer.

Coley consiguió un cultivo más potente de Streptoccoco y ensayó de nuevo. Esta vez el paciente desarrolló una fuerte reacción febril. "La infección siguió su curso y no hice ningún esfuerzo para controlarla" relató Coley. Después de dos semanas, el tumor del cuello había desaparecido. Casi dos años después, Coley relató sus resultados, demostrando que el tumor del cuello no había vuelto a aparecer. Aun cuando el segundo tumor de la amígdala no se había achicado, tampoco había crecido. "Su carácter maligno se había modificado grandemente". "Se sabe que un tumor de la amígdala es rápidamente fatal" señaló Coley.

Más adelante, Coley trató más pacientes. Su sexto caso fue memorable. Se trataba de un paciente de mediana edad, fabricante de puros. Tenía un enorme tumor de la piel en la espalda y un segundo en la ingle, del tamaño de un huevo de ganso. La cirugía falló, y ambos tumores crecieron de nuevo. Coley le inyectó su brebaje de streptoccoco. Los tumores se achicaron, pero no desaparecieron.

Ensayó de nuevo con un cultivo fresco que le proporcionó el bacteriólogo alemán, Robert Koch. Inmediatamente el fabricante de puros experimentó una gran fiebre, elevándose su temperatura a 40 grados centígrados. El abultamiento de su espalda respondió inmediatamente. "Desde el comienzo del ataque, el achicamiento del tumor fue maravilloso", escribió Coley. "Perdió su lustre y color, achicándose ostensiblemente en 24 horas. Unos pocos días más tarde, también comenzó a achicarse el segundo tumor. A las tres semanas ambos tumores habían desaparecido completamente".

Al comienzo Coley creía que necesitaba de bacterias vivas. Pero algunas veces éstas no producían fiebre, mientras que en otras ocasiones la infección se escapaba fuera de control. Entonces Coley decidió que el factor clave en esta sopa de estreptococo, no era la bacteria en sí, sino las toxinas. En vista de esto, ensayó una mezcla de estreptococos muertos y adicionado de otro bacilo llamado "Serratia marcescens", mezcla que pasó a llamarse toxina de Coley. Esta tenía la ventaja de gatillar los síntomas de la enfermedad, escalofríos y fiebre, sin producir la infección. Coley insistía que no importaba tanto la identidad de la bacteria, sino la técnica que él usaba para tratar los enfermos. Era esencial inyectar profundamente la toxina dentro del tumor, y tan a menudo como se necesitara para producir fiebre y mantenerla elevada por semanas o meses.

Desde el comienzo la toxina de Coley producía buenos resultados. Pacientes que ya habían perdido todas las esperanzas veían desaparecer su cáncer. Muchos de los que no curaban, lograban al menos incrementar su sobrevida. "El lograba éxitos que hoy día uno no puede esperar, curando incluso extensas metástasis", señala Stephen Hoptin Cann, un epidemiólogo de la Universidad de British Columbia, quien aboga que debemos echar otro vistazo a las ideas de Coley.

Aun cuando los pacientes llegaban en masa al hospital para el tratamiento, Coley comenzó a encontrar una progresiva dificultad para realizarlo. Su patrón se había fijado en otro nuevo tratamiento que parecía más promisorio: la radioterapia. "La respuesta a la radioterapia parecía mucho más predecible", dice Hoptin Cann "Se irradia el tumor y éste se achica, pero desgraciadamente siempre vuelve". Sus partidarios pensaban que con algunas modificaciones, la radioterapia eventualmente podría curar el cáncer. "Han transcurrido cien años y el cáncer se ha esparcido y la radioterapia no es curativa".

Coley trató con éxito a cientos de enfermos, pero sus resultados no eran regulares y demoraban más tiempo. Las dosis tenían que ser diseñadas para cada paciente e incrementadas gradualmente para obtener la respuesta inmune adecuada. Después de su muerte en 1936, desapareció el interés en la toxina de Coley. En cambio se generalizó el tratamiento con radioterapia y quimioterapia. Ambos hicieron olvidar el sistema inmune, que quedó definitivamente desplazado.

Ha pasado el tiempo pero diversos investigadores han continuado la búsqueda de mecanismos destinados a estimular en forma más específica el sistema inmunológico, como tratamiento del cáncer. Se ha tratado de gatillar la producción de tipos de células específicas anticancerígenas o buscar moléculas supresoras de tumores. Numerosos son los trabajos que comienzan a aparecer en la literatura.

Pero las vacunas de Coley, precisamente trabajaban porque eran crudas y estimulaban una respuesta inmune general, dice Hoptin Cann. Más importante, señala él, el sistema inmune trabaja en las mejores condiciones durante la fiebre. "El organismo produce más células inmunes. Son más movibles y más destructivas".

Lo que es más, existe una creciente evidencia que mientras más infecciones tiene la gente (especialmente si tienen fiebre), menos posibilidades tienen de sufrir de cáncer. O como dijo el gran médico Thomas Sydenham en el siglo XVII, "la fiebre es el mejor mecanismo que la naturaleza nos proporciona para derrotar a nuestros enemigos".




New Scientist, Noviembre 2, 2002, Pág. 54.


Bibliografía

Hoptin Cann y otros: Medical Hypotheses, vol 58, Pág. 15, 2002.



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